Imperdibles...

Discúlpeme pero no, no me hace falta un aplauso para sentirme bien. Sólo aquel que es inseguro le gusta disfrazar con un montón de halagos su debilidad.

Martín Valverde

lunes, 28 de diciembre de 2009

Sin poder evitarlo (3de3)

HEMOS TOCADO EN LA LLAGA
José Luis Cortés Salinas

Los que sienten distinto
Bueno, Teófilo, creo que con esto de los eunucos hemos tocado en la llaga, hemos llegado a un punto sensible en cuanto a los destinatarios del mensaje de Jesús. Porque parece que si hoy día hay alguien que está excluido de su comunidad de buenas noticias, alguien “impuro” por antonomasia, son precisamente ellos: aquellos y aquellas que no sienten como la media estadística, que no se enamoran como la media, que no practican el sexo de acuerdo con las estadísticas. Nunca, que yo sepa, en la historia del cristianismo hubo tanto documento ni se dedicó tanta artillería contra un colectivo en base exclusivamente a sus peculiares sentimientos.
A mí me cuesta escribir sobre este tema, pero no porque lo considere escabroso, sino porque soy incapaz de comprender los argumentos de la otra parte, la parte de los condenadores. Soy incapaz de entender cómo alguien puede negar la realidad, la existencia de sensibilidades distintas, de inclinaciones sexuales diversas, cuando estas no son una opinión, sino un hecho, tal vez minoritario (¿realmente tan minoritario?), pero tan real como la otra realidad, la de la mayoría; por qué alguien se empeña en hablar del día y de la noche, ignorando el atardecer, la penumbra, el anochecer, la noche profunda, el rosicler, la aurora, el arrebol, el amanecer, la mañana, la media mañana, el mediodía, la tarde... La flor es masculino en italiano (“il fiore”, el flor), en francés es masculino la tarde (“le soir”, el tarde), en alemán es masculino la luna (Der Mond, el Luna)... Es así: nadie se escandaliza por ello, por raro que nos resulte ir contra costumbres “de toda la vida”. Es así, y así es “no más”.

Me dicen que este maniqueísmo sexual, este tener que estar necesariamente de una parte o de la otra, se basa en la propia naturaleza, que nos hizo a todos o machos o hembras.
La verdad, me parece un postulado poco inteligente y más bien vergonzoso, porque reduce la esencia del hombre y de la mujer a la genitalidad, cuando si algo tiene el ser humano de específico, algo que lo distingue de los animales, no es el sexo, en lo que somos parecidísimos, sino su capacidad para superar sus limitaciones fisiológicas con sus cualidades típicamente humanas (el cerebro, la inteligencia, el corazón). Puede ser que aparatos genitales los haya solo de dos tipos, pero con un cerebro humano con cien mil millones de neuronas, cada una capaz de establecer diez mil sinapsis, resulta evidente que hay miles de formas diferentes de ser “normal”.
¿Qué habría sido de toda la cultura humana si mujeres y hombres se hubieran limitado a seguir sus instintos primarios (muy respetables, pero primarios)? Alguien ha podido escribir, a propósito de estos aspectos, que lo mejor que ha dado de sí mismo el ser humano lo ha hecho siempre “contra naturam”, puesto que, efectivamente, seguir nuestra “naturaleza” nos habría llevado a pasar la vida acoplándonos sexualmente, cuando no matándonos unos a otros, o dominándonos por la fuerza unos a otros: cosa que no pocas veces sucede pero que, desde luego, no se puede presentar como culmen de la humanidad ni mucho menos de realización evangélica.

Me dicen que solo en la familia heterosexual tienen garantizados los hijos los referentes básicos: padre y madre. Lo cual es dar por asentado, en primer lugar, que la principal finalidad de cualquier pareja sea la reproducción, argumento muy querido por algunos que jamás se reprodujeron, pero demasiado “animal”, que ignora o minusvalora todos los aspectos de enriquecimiento personal, de manifestación del amor, de ayuda mutua y de compañía... y que reduce este argumento al primero, es decir, vuelve a entender cualquier relación entre seres humanos en clave sexual, o, hablando en plata, concibe la pareja como instrumento para el aparejamiento que produce hijos. Sabemos cuánto le debe este argumento a la mentalidad típica de una sociedad campesina en la que los hijos (aquellos que sobrevivían a las muchas enfermedades) eran la única riqueza de los proletarios, su prole, además de cantera para fieles de la Iglesia y semillero de vocaciones religiosas. La verdad, no me gustaría tener que defender esta postura en cualquier foro medianamente civilizado.

Eso, por no sacar a colación el triste ejemplo que una buena parte de las parejas rigurosamente heterosexuales constituyen para sus hijos. Y no hablo solo de los casos evidentes de violencia doméstica, un fenómeno siempre existente y que ahora aflora en una espantosa progresión. Por cada ejemplo de pareja heterosexual armoniosa y bien avenida, ¡cuántos desencuentros, cuánta frialdad, cuánto odio acumulado, cuánto aburrimiento, cuánto consumismo ofrecido a los hijos como único ideal de vida! ¿Sería este el ejemplo a proponer a los hijos para que los hijos se realicen “como Dios manda”?
Se sigue considerando imprescindible e innegociable que cada niño y cada niña tenga los dos referentes, el masculino y el femenino. ¿Pero es realmente así? ¿Importa más el referente sexual que el amor entre los padres, del sexo que estos sean, la entrega y el respeto mutuo, la dedicación a los hijos? ¿Es que los referentes de sexo no los encuentra el niño en la sociedad mayoritariamente heterosexual en la que se mueve? ¿Qué significa ser “madre”? ¿No puede un homosexual masculino ser “madre”? ¿Es que todos los padres son para sus hijos referentes modélicos de virilidad, y todas las madres de feminidad? Querido Teófilo, yo me temo que, como en tantos otros campos, también aquí este argumento sea más fruto de la costumbre, de la rutina, de la pereza en el pensar que de auténtico y profundo requerimiento. Y lo que en ningún caso me parece justo es recurrir a un modelo perfecto de pareja cuando se habla de heterosexualidad y acumular las más amenazadoras nubes negras cuando no. Yo creo que cuando lo que se defienda de una familia no sean las formas externas y jurídicas, sino el amor, la entrega, la capacidad de sacrificio... la diferencia entre los sexos, aunque siga siendo lo habitual, no será lo principal a defender en la familia.

Me dicen que las parejas homosexuales son inestables.
Pero lo son cada vez menos, y lo serían menos aún, creo yo, si la sociedad colaborara a su estabilidad, en lugar de plantearle continuos impedimentos y poner lo más difícil posible la construcción de una relación asentada entre sus miembros. Eso por no compararlo con la estabilidad de las parejas heterosexuales, con un porcentaje de divorcios que pronto superará al de fidelidad.
Me dicen que los homosexuales son promiscuos, que solo piensan en el sexo...
Sin comentarios. He oído aducir este argumento a mentes auténticamente sucias, cuando no frustradas o envidiosas. Y aunque fuera así (que no lo es) ¿es que no defendíamos más arriba unas parejas heterosexuales en las que lo primordial parecía ser la relación sexual, hasta el punto de establecerlo como norma sine qua non?

Sexualmente cristianos
Pero no quisiera, amigo querido, quedarme en ese toma y daca de argumentos que podríamos utilizar hablando con cualquier grupo de personas. Porque aquí no estamos considerando el caso de los homosexuales en sí o de las parejas, sino de los homosexuales en la comunidad de Jesús. ¿Hizo bien Felipe, a pesar de sus iniciales reticencias, en admitir en la comunidad a un eunuco? (ya sé que no todos los exegetas aceptarían esta identificación entre eunuco y homosexual, pero, en cualquier caso, se trataba de gente con una sexualidad peculiar, ciertamente no la norma. Y, fuera o no fuera eunuco, el problema de los homosexuales en la Iglesia existe y es real).
En el evangelio no hay ni una sola condena por motivos sexuales (todo lo contrario: considérese el lugar otorgado a las putas) y tampoco por motivos homosexuales (Jesús muestra su admiración por la fe del centurión que tenía un siervo “a quien quería mucho” –“En todo Israel no he hallado una fe así”-, y ama abiertamente al joven que había observado la ley desde niño, entre otros casos). Es cierto que el evangelio nos aporta una normativa moral (no todo da lo mismo), pero esas normas no están precisamente basadas en la entrepierna, sino mucho más hondo. En el amor entre homosexuales, por ejemplo, es mucho más decisivo, según esa norma, el elemento amor que el elemento homosexual. Y para valorar ese amor habrá que ver la calidad del amor, no el adjetivo.
A pesar de lo cual, nuestros benditos guardianes de la fe persiguen sospechosamente y con fruición verdaderamente sorprendente todo aquello que tenga que ver con el sexo, y tanto más si se trata del sexo “desviado”, negándoles el pan y la sal dentro de la iglesia. Afirmando, naturalmente, con típica y sibilina hipocresía, que lo que condenan no es a las personas sino su desviación: ¡como si la sexualidad fuera separable de la esencia más íntima de una persona! Mientras la Iglesia siga pensando que la homosexualidad es cuestión de sexo, no entenderá nada. Como tampoco entiende nada cuando supone que el sexo, cualquier sexo, es cuestión de genitalidad.
Cuando (y no falta mucho) la homosexualidad sea vista como una opción perfectamente natural (porque es perfectamente natural), nos asombraremos de que hubiera en otro tiempo otra forma de verlo, y de que alguien pudiera condenarlo de un solo brochazo, como hoy nos cuesta creer que hubo un tiempo en que se mandaba a la hoguera a la gente por defender la circulación de la sangre. Ya es triste que, después de milenios de persecución de la homosexualidad, actualmente la Iglesia se haya quedado prácticamente sola en esa condena. Eso sí: como siempre, segura de sí misma, aunque sea en contra de un clamor mundial, aunque sea en contra de lo más humano de la humanidad, aunque sea en contra del evangelio mismo. Mientras el capitalismo más desvergonzado campa y crece; mientras el Tercer Mundo ha bajado ya del 3º al 7º lugar; mientras estamos enfrascados en un enfrentamiento entre civilizaciones, todo lo que se le ocurre a la Iglesia a principios del siglo XXI es lanzar una cruzada contra los matrimonios homosexuales. ¡Cuántos siglos perdidos! ¡Qué falta de perspectiva histórica! ¡Qué dejación de responsabilidad!
Si yo, en fin, no veía argumentos para excluir a los homosexuales de la sociedad, ¿qué argumentos puedo encontrar, como cristiano, para excluirlos de nuestra comunidad o, peor aún, para obligarlos a entrar en ella renegando de su modo más íntimo de ser? Porque aclaremos que de lo que se trata no es simplemente de aceptar a los que sienten distinto, de “tolerarlos”, como a veces se hace, sino de aprovechar positivamente el don que Dios nos ha hecho haciéndonos distintos: los carismas de todos, la sensibilidad propia de cada uno.

Bendita ambigüedad
Yo creo, Teófilo, que también aquí los cristianos deberíamos ser anunciadores de un mundo nuevo, más inteligente y más humano. Y lo mejor que tienen los seres humanos es que no responden a unos esquemas simplistas marcados por un cacho de carne; que son capaces de emociones distintas, de complejidades y sutilezas muy ricas, de un abanico de sentimientos enorme, y todos con igual honradez. El simplismo es propio de mentalidades zafias, y el maniqueísmo sexual es tan condenable como el otro, porque no existe un reino de Dios y un reino del diablo. El sexo es, mal que le pese a alguien, uno de los más hermosos regalos que Dios ha hecho a la creación. Quien juzga con criterios simplistas, aunque se trate de la mismísima Iglesia, nunca entenderá al ser humano, acusación bien grave tratándose de la casa de Dios entre los hombres.
Cada uno es como Dios lo ha hecho, y por eso está llamado a ser, en sí mismo, el colmo de la perfección. Y si alguien ha sido creado homosexual, tiene todo el derecho a sentir como tal y a vivir como tal hasta el fondo. No seremos juzgados con criterios estándares. El homosexual será criticado si no vivió a fondo su sexualidad propia, don de Dios; si se engañó a sí mismo o a otros; si se avergonzó de su condición; si no fue homosexual hasta el fondo, como lo será el heterosexual con su condición.
La pluralidad de sentimientos, como la de opiniones, enriquece a la comunidad, uno de cuyos gozos consiste en acoger con alegría la diversidad de dones y carismas. En el caso concreto de los homosexuales, su sentir diverso les da una particular agudeza para oponerse a cualquier rígida clasificación, para poner en duda todo orden precipitadamente establecido, para soñar con mundos nuevos, como desde hace tiempo lo vienen haciendo con la moda, los estilos, el arte; para inducirnos a sospechar de una excesiva cerebrización del mundo, reivindicando el papel del sentimiento que tan parecidos nos hace a Dios, Padre misericordioso.
Aunque solo fuera por prudencia, la Iglesia debería ser mucho más comedida en sus condenas a los homosexuales, porque sin ellos se habría quedado, todos el mundo lo sabe, sin sus mejores artistas, sin muchos y excelentes músicos, muchos literatos, una pléyade de presbíteros y hasta algún papa (por lo menos durante el Renacimiento).
Bendita sea entonces la complejidad, porque es claro que el crecimiento le viene al hombre por la aceptación de la mayor diversidad de que sea capaz, sin volverse loco. La gran conquista de nuestros primeros padres fue entender el bien y el mal, y, sobre todo, el bien y el mal que hay en cada cosa: la ambigüedad, los matices. Bendita sea la multitud de impulsos que Dios ha puesto dentro de cada uno de nosotros, homo y héteros: ¡cuándo llegará el día en que reconozcamos abiertamente todo lo que somos y lo que sentimos, sin vergüenzas, dejando de dar nombres vergonzantes a inclinaciones afectivas que no encajan en los modelos políticamente correctos!
Repito: la comunidad cristiana debería ser abanderada de esta profunda liberación sexual: no como una incitación estúpida a la promiscuidad, sino como una respetuosa celebración de algo a lo que Dios, en su creación, ha concedido tanta importancia que sin ello sería simplemente imposible.

Donde el corazón te lleve
Al final, querido Teófilo, el dilema sigue siendo siempre el mismo, ya se trate de samaritanos, eunucos, leprosos, rameras o publicanos: la cuestión es si confesamos que en la aproximación a Dios y a la causa de su reino importan las cosas más superficiales (cómo se viste uno, cómo piensa, cómo practica el sexo) o las más profundas: qué hay dentro de su corazón. Me parece que en eso Jesús no tenía ninguna duda, y que tenía claro que cuando de lo que se trata es de lo más interior del ser humano (su relación con Dios) importa únicamente lo más interior de cada uno. Lo inexplicable es que haya cristianos que hagan caso todavía a nuestros pastores cuando nos instan a que nos quedemos en el aprisco en vez de ir a buscar a la oveja “perdida”. Que no sea así en nuestras comunidades.
Precisamente porque me siento en mis entrañas hijo de la Iglesia de Jesús y heredero de su buen anuncio, precisamente porque me siento con tanto derecho como los de derechas, me da rabia que, en este como en otros temas, la postura oficial sea tan ciega, y los seres humanos no reciban de nosotros, siempre y en todo lugar, mensajes entusiasmantes. El sexo en todas sus manifestaciones es algo importantísimo, algo que nos hace temblar, que nos pone en contacto con energías cósmicas ¿Cómo se puede despachar en dos condenas y un listín de amenazas? ¿No podría la Iglesia tener, por una vez, una doctrina bonita y alegre sobre el sexo? ¿Es preciso que siempre sea la serpiente la que se lleve la parte mejor?
No, por gracia de Dios.
No, mientras nuestra luz sea Jesús.

Un beso de Cortés.

* CORTÉS, José Luis; Tus amigos no te olvidan; PPC editorial; Madrid 2004; págs. 191-198.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, muy interesante el post, felicitaciones desde Mexico!

Anónimo dijo...

Muchos saludos, muy interesante el post, espero que sigas actualizandolo!