Imperdibles...

Discúlpeme pero no, no me hace falta un aplauso para sentirme bien. Sólo aquel que es inseguro le gusta disfrazar con un montón de halagos su debilidad.

Martín Valverde

lunes, 28 de diciembre de 2009

Sin poder evitarlo (3de3)

HEMOS TOCADO EN LA LLAGA
José Luis Cortés Salinas

Los que sienten distinto
Bueno, Teófilo, creo que con esto de los eunucos hemos tocado en la llaga, hemos llegado a un punto sensible en cuanto a los destinatarios del mensaje de Jesús. Porque parece que si hoy día hay alguien que está excluido de su comunidad de buenas noticias, alguien “impuro” por antonomasia, son precisamente ellos: aquellos y aquellas que no sienten como la media estadística, que no se enamoran como la media, que no practican el sexo de acuerdo con las estadísticas. Nunca, que yo sepa, en la historia del cristianismo hubo tanto documento ni se dedicó tanta artillería contra un colectivo en base exclusivamente a sus peculiares sentimientos.
A mí me cuesta escribir sobre este tema, pero no porque lo considere escabroso, sino porque soy incapaz de comprender los argumentos de la otra parte, la parte de los condenadores. Soy incapaz de entender cómo alguien puede negar la realidad, la existencia de sensibilidades distintas, de inclinaciones sexuales diversas, cuando estas no son una opinión, sino un hecho, tal vez minoritario (¿realmente tan minoritario?), pero tan real como la otra realidad, la de la mayoría; por qué alguien se empeña en hablar del día y de la noche, ignorando el atardecer, la penumbra, el anochecer, la noche profunda, el rosicler, la aurora, el arrebol, el amanecer, la mañana, la media mañana, el mediodía, la tarde... La flor es masculino en italiano (“il fiore”, el flor), en francés es masculino la tarde (“le soir”, el tarde), en alemán es masculino la luna (Der Mond, el Luna)... Es así: nadie se escandaliza por ello, por raro que nos resulte ir contra costumbres “de toda la vida”. Es así, y así es “no más”.

Me dicen que este maniqueísmo sexual, este tener que estar necesariamente de una parte o de la otra, se basa en la propia naturaleza, que nos hizo a todos o machos o hembras.
La verdad, me parece un postulado poco inteligente y más bien vergonzoso, porque reduce la esencia del hombre y de la mujer a la genitalidad, cuando si algo tiene el ser humano de específico, algo que lo distingue de los animales, no es el sexo, en lo que somos parecidísimos, sino su capacidad para superar sus limitaciones fisiológicas con sus cualidades típicamente humanas (el cerebro, la inteligencia, el corazón). Puede ser que aparatos genitales los haya solo de dos tipos, pero con un cerebro humano con cien mil millones de neuronas, cada una capaz de establecer diez mil sinapsis, resulta evidente que hay miles de formas diferentes de ser “normal”.
¿Qué habría sido de toda la cultura humana si mujeres y hombres se hubieran limitado a seguir sus instintos primarios (muy respetables, pero primarios)? Alguien ha podido escribir, a propósito de estos aspectos, que lo mejor que ha dado de sí mismo el ser humano lo ha hecho siempre “contra naturam”, puesto que, efectivamente, seguir nuestra “naturaleza” nos habría llevado a pasar la vida acoplándonos sexualmente, cuando no matándonos unos a otros, o dominándonos por la fuerza unos a otros: cosa que no pocas veces sucede pero que, desde luego, no se puede presentar como culmen de la humanidad ni mucho menos de realización evangélica.

Me dicen que solo en la familia heterosexual tienen garantizados los hijos los referentes básicos: padre y madre. Lo cual es dar por asentado, en primer lugar, que la principal finalidad de cualquier pareja sea la reproducción, argumento muy querido por algunos que jamás se reprodujeron, pero demasiado “animal”, que ignora o minusvalora todos los aspectos de enriquecimiento personal, de manifestación del amor, de ayuda mutua y de compañía... y que reduce este argumento al primero, es decir, vuelve a entender cualquier relación entre seres humanos en clave sexual, o, hablando en plata, concibe la pareja como instrumento para el aparejamiento que produce hijos. Sabemos cuánto le debe este argumento a la mentalidad típica de una sociedad campesina en la que los hijos (aquellos que sobrevivían a las muchas enfermedades) eran la única riqueza de los proletarios, su prole, además de cantera para fieles de la Iglesia y semillero de vocaciones religiosas. La verdad, no me gustaría tener que defender esta postura en cualquier foro medianamente civilizado.

Eso, por no sacar a colación el triste ejemplo que una buena parte de las parejas rigurosamente heterosexuales constituyen para sus hijos. Y no hablo solo de los casos evidentes de violencia doméstica, un fenómeno siempre existente y que ahora aflora en una espantosa progresión. Por cada ejemplo de pareja heterosexual armoniosa y bien avenida, ¡cuántos desencuentros, cuánta frialdad, cuánto odio acumulado, cuánto aburrimiento, cuánto consumismo ofrecido a los hijos como único ideal de vida! ¿Sería este el ejemplo a proponer a los hijos para que los hijos se realicen “como Dios manda”?
Se sigue considerando imprescindible e innegociable que cada niño y cada niña tenga los dos referentes, el masculino y el femenino. ¿Pero es realmente así? ¿Importa más el referente sexual que el amor entre los padres, del sexo que estos sean, la entrega y el respeto mutuo, la dedicación a los hijos? ¿Es que los referentes de sexo no los encuentra el niño en la sociedad mayoritariamente heterosexual en la que se mueve? ¿Qué significa ser “madre”? ¿No puede un homosexual masculino ser “madre”? ¿Es que todos los padres son para sus hijos referentes modélicos de virilidad, y todas las madres de feminidad? Querido Teófilo, yo me temo que, como en tantos otros campos, también aquí este argumento sea más fruto de la costumbre, de la rutina, de la pereza en el pensar que de auténtico y profundo requerimiento. Y lo que en ningún caso me parece justo es recurrir a un modelo perfecto de pareja cuando se habla de heterosexualidad y acumular las más amenazadoras nubes negras cuando no. Yo creo que cuando lo que se defienda de una familia no sean las formas externas y jurídicas, sino el amor, la entrega, la capacidad de sacrificio... la diferencia entre los sexos, aunque siga siendo lo habitual, no será lo principal a defender en la familia.

Me dicen que las parejas homosexuales son inestables.
Pero lo son cada vez menos, y lo serían menos aún, creo yo, si la sociedad colaborara a su estabilidad, en lugar de plantearle continuos impedimentos y poner lo más difícil posible la construcción de una relación asentada entre sus miembros. Eso por no compararlo con la estabilidad de las parejas heterosexuales, con un porcentaje de divorcios que pronto superará al de fidelidad.
Me dicen que los homosexuales son promiscuos, que solo piensan en el sexo...
Sin comentarios. He oído aducir este argumento a mentes auténticamente sucias, cuando no frustradas o envidiosas. Y aunque fuera así (que no lo es) ¿es que no defendíamos más arriba unas parejas heterosexuales en las que lo primordial parecía ser la relación sexual, hasta el punto de establecerlo como norma sine qua non?

Sexualmente cristianos
Pero no quisiera, amigo querido, quedarme en ese toma y daca de argumentos que podríamos utilizar hablando con cualquier grupo de personas. Porque aquí no estamos considerando el caso de los homosexuales en sí o de las parejas, sino de los homosexuales en la comunidad de Jesús. ¿Hizo bien Felipe, a pesar de sus iniciales reticencias, en admitir en la comunidad a un eunuco? (ya sé que no todos los exegetas aceptarían esta identificación entre eunuco y homosexual, pero, en cualquier caso, se trataba de gente con una sexualidad peculiar, ciertamente no la norma. Y, fuera o no fuera eunuco, el problema de los homosexuales en la Iglesia existe y es real).
En el evangelio no hay ni una sola condena por motivos sexuales (todo lo contrario: considérese el lugar otorgado a las putas) y tampoco por motivos homosexuales (Jesús muestra su admiración por la fe del centurión que tenía un siervo “a quien quería mucho” –“En todo Israel no he hallado una fe así”-, y ama abiertamente al joven que había observado la ley desde niño, entre otros casos). Es cierto que el evangelio nos aporta una normativa moral (no todo da lo mismo), pero esas normas no están precisamente basadas en la entrepierna, sino mucho más hondo. En el amor entre homosexuales, por ejemplo, es mucho más decisivo, según esa norma, el elemento amor que el elemento homosexual. Y para valorar ese amor habrá que ver la calidad del amor, no el adjetivo.
A pesar de lo cual, nuestros benditos guardianes de la fe persiguen sospechosamente y con fruición verdaderamente sorprendente todo aquello que tenga que ver con el sexo, y tanto más si se trata del sexo “desviado”, negándoles el pan y la sal dentro de la iglesia. Afirmando, naturalmente, con típica y sibilina hipocresía, que lo que condenan no es a las personas sino su desviación: ¡como si la sexualidad fuera separable de la esencia más íntima de una persona! Mientras la Iglesia siga pensando que la homosexualidad es cuestión de sexo, no entenderá nada. Como tampoco entiende nada cuando supone que el sexo, cualquier sexo, es cuestión de genitalidad.
Cuando (y no falta mucho) la homosexualidad sea vista como una opción perfectamente natural (porque es perfectamente natural), nos asombraremos de que hubiera en otro tiempo otra forma de verlo, y de que alguien pudiera condenarlo de un solo brochazo, como hoy nos cuesta creer que hubo un tiempo en que se mandaba a la hoguera a la gente por defender la circulación de la sangre. Ya es triste que, después de milenios de persecución de la homosexualidad, actualmente la Iglesia se haya quedado prácticamente sola en esa condena. Eso sí: como siempre, segura de sí misma, aunque sea en contra de un clamor mundial, aunque sea en contra de lo más humano de la humanidad, aunque sea en contra del evangelio mismo. Mientras el capitalismo más desvergonzado campa y crece; mientras el Tercer Mundo ha bajado ya del 3º al 7º lugar; mientras estamos enfrascados en un enfrentamiento entre civilizaciones, todo lo que se le ocurre a la Iglesia a principios del siglo XXI es lanzar una cruzada contra los matrimonios homosexuales. ¡Cuántos siglos perdidos! ¡Qué falta de perspectiva histórica! ¡Qué dejación de responsabilidad!
Si yo, en fin, no veía argumentos para excluir a los homosexuales de la sociedad, ¿qué argumentos puedo encontrar, como cristiano, para excluirlos de nuestra comunidad o, peor aún, para obligarlos a entrar en ella renegando de su modo más íntimo de ser? Porque aclaremos que de lo que se trata no es simplemente de aceptar a los que sienten distinto, de “tolerarlos”, como a veces se hace, sino de aprovechar positivamente el don que Dios nos ha hecho haciéndonos distintos: los carismas de todos, la sensibilidad propia de cada uno.

Bendita ambigüedad
Yo creo, Teófilo, que también aquí los cristianos deberíamos ser anunciadores de un mundo nuevo, más inteligente y más humano. Y lo mejor que tienen los seres humanos es que no responden a unos esquemas simplistas marcados por un cacho de carne; que son capaces de emociones distintas, de complejidades y sutilezas muy ricas, de un abanico de sentimientos enorme, y todos con igual honradez. El simplismo es propio de mentalidades zafias, y el maniqueísmo sexual es tan condenable como el otro, porque no existe un reino de Dios y un reino del diablo. El sexo es, mal que le pese a alguien, uno de los más hermosos regalos que Dios ha hecho a la creación. Quien juzga con criterios simplistas, aunque se trate de la mismísima Iglesia, nunca entenderá al ser humano, acusación bien grave tratándose de la casa de Dios entre los hombres.
Cada uno es como Dios lo ha hecho, y por eso está llamado a ser, en sí mismo, el colmo de la perfección. Y si alguien ha sido creado homosexual, tiene todo el derecho a sentir como tal y a vivir como tal hasta el fondo. No seremos juzgados con criterios estándares. El homosexual será criticado si no vivió a fondo su sexualidad propia, don de Dios; si se engañó a sí mismo o a otros; si se avergonzó de su condición; si no fue homosexual hasta el fondo, como lo será el heterosexual con su condición.
La pluralidad de sentimientos, como la de opiniones, enriquece a la comunidad, uno de cuyos gozos consiste en acoger con alegría la diversidad de dones y carismas. En el caso concreto de los homosexuales, su sentir diverso les da una particular agudeza para oponerse a cualquier rígida clasificación, para poner en duda todo orden precipitadamente establecido, para soñar con mundos nuevos, como desde hace tiempo lo vienen haciendo con la moda, los estilos, el arte; para inducirnos a sospechar de una excesiva cerebrización del mundo, reivindicando el papel del sentimiento que tan parecidos nos hace a Dios, Padre misericordioso.
Aunque solo fuera por prudencia, la Iglesia debería ser mucho más comedida en sus condenas a los homosexuales, porque sin ellos se habría quedado, todos el mundo lo sabe, sin sus mejores artistas, sin muchos y excelentes músicos, muchos literatos, una pléyade de presbíteros y hasta algún papa (por lo menos durante el Renacimiento).
Bendita sea entonces la complejidad, porque es claro que el crecimiento le viene al hombre por la aceptación de la mayor diversidad de que sea capaz, sin volverse loco. La gran conquista de nuestros primeros padres fue entender el bien y el mal, y, sobre todo, el bien y el mal que hay en cada cosa: la ambigüedad, los matices. Bendita sea la multitud de impulsos que Dios ha puesto dentro de cada uno de nosotros, homo y héteros: ¡cuándo llegará el día en que reconozcamos abiertamente todo lo que somos y lo que sentimos, sin vergüenzas, dejando de dar nombres vergonzantes a inclinaciones afectivas que no encajan en los modelos políticamente correctos!
Repito: la comunidad cristiana debería ser abanderada de esta profunda liberación sexual: no como una incitación estúpida a la promiscuidad, sino como una respetuosa celebración de algo a lo que Dios, en su creación, ha concedido tanta importancia que sin ello sería simplemente imposible.

Donde el corazón te lleve
Al final, querido Teófilo, el dilema sigue siendo siempre el mismo, ya se trate de samaritanos, eunucos, leprosos, rameras o publicanos: la cuestión es si confesamos que en la aproximación a Dios y a la causa de su reino importan las cosas más superficiales (cómo se viste uno, cómo piensa, cómo practica el sexo) o las más profundas: qué hay dentro de su corazón. Me parece que en eso Jesús no tenía ninguna duda, y que tenía claro que cuando de lo que se trata es de lo más interior del ser humano (su relación con Dios) importa únicamente lo más interior de cada uno. Lo inexplicable es que haya cristianos que hagan caso todavía a nuestros pastores cuando nos instan a que nos quedemos en el aprisco en vez de ir a buscar a la oveja “perdida”. Que no sea así en nuestras comunidades.
Precisamente porque me siento en mis entrañas hijo de la Iglesia de Jesús y heredero de su buen anuncio, precisamente porque me siento con tanto derecho como los de derechas, me da rabia que, en este como en otros temas, la postura oficial sea tan ciega, y los seres humanos no reciban de nosotros, siempre y en todo lugar, mensajes entusiasmantes. El sexo en todas sus manifestaciones es algo importantísimo, algo que nos hace temblar, que nos pone en contacto con energías cósmicas ¿Cómo se puede despachar en dos condenas y un listín de amenazas? ¿No podría la Iglesia tener, por una vez, una doctrina bonita y alegre sobre el sexo? ¿Es preciso que siempre sea la serpiente la que se lleve la parte mejor?
No, por gracia de Dios.
No, mientras nuestra luz sea Jesús.

Un beso de Cortés.

* CORTÉS, José Luis; Tus amigos no te olvidan; PPC editorial; Madrid 2004; págs. 191-198.

Sin poder evitarlo (2de3)

NO HAY IGLESIA CERRADA
José Luis Cortés Salinas
Querido Teófilo:

Si los discípulos de Jesús hubieran pretendido simplemente fundar una Iglesia, la cosa hubiera sido más fácil; pero querían cambiar el mundo, y eso ya son palabras mayores. Hubo problemas, surgieron los egoísmos, algunos olvidaron para qué existía la comunidad, otros sintieron miedo del camino por el que el espíritu de Jesús los estaba llevando… Una buena parte de ellos decidió dar marcha atrás y volver a encerrarse en lo seguro, meintras que otros, por el contrario, sacaron la conclusión de que la expansión de la buena noticia era consustancial a la propia esencia de la comunidad, y que si querían ser fieles al mensaje de Jesús no podían guardarlo solo para ellos, encerrarlo, porque se les pudriríra entre las manos. Solo esta parte de la Iglesia sobrevivió.

¡Qué bien se está aquí!La tentación de encerrarse es fortísima, sobre todo si las cosas dentro no nos van mal: ¡Se puede estar tan a gusto en un espacio escogido, en una casa cómoda, en un pequeño grupo de amigos, en un despacho con aire acondicionado, en una reserva eclesiástica! Yo conozco muchos cristianos para quienes la Iglesia representa fundamentalmente la huida de la realidad. Media hora a la semana se sienten fuera del trajín cotidiano, se aíslan de sus problemas; se olvidan incluso de los niños… A cambio, están dispuestos a ser, dentro de la Iglesia, eternos niños. Fuera pueden ser empresarios, cabezas de familia, hasta intelectuales: pero cuando entran en la Iglesia dejan que piensen por ellos, que decidan por ellos, que condenen por ellos (en el fondo, les da igual). La Iglesia se convierte no en una fuerza centrífuga que los lanza a transformar el mundo, si no en una cálida droga (¿opio?) que los adormece, un útero que los infantiliza.
Y, una vez encerrados y a gusto, lo más fácil es maldecir a los de fuera, y también a los que, aunque estén dentro, critican este nirvana descafeinado que a ellos tanto les compensa: en la Iglesia se está de rechupete; nuestra Iglesia es tan gran Iglesia, ¡y ay de quienes osen a proponer una Iglesia distinta!
No todo el mundo comparte esa plácida y narcisista visión. Amigos míos que están fuera de la iglesia la juzgan, desde fuera, muy severamente. Su imagen de la Iglesia tiene, entre otros, estos rasgos:
- Por una parte, una muchedumbre de bautizados que fueron bautizados con alevosía, aprovechando que eran niños, y que ahora son “cristianos” como tienen uñas en los pies. El 80% de los españoles se declara católico; pero luego no practican ni el 30% y, de esos, ni un 5% trabajan por la justicia y ni un 0,07% ama a sus enemigos. El 88% de los jóvenes, al llegar a la juventud, no vuelve a pisar en su vida un templo. Cuando la Iglesia se vanagloria de que los españoles son casi todos católicos, me recuerda al partido de los sinsombrero, que también se vanagloriaba de contar con el 99% de los españoles.
- Hay un núcleo de “practicantes” (la palabra se las trae) que le dedican, como media, media hora semanal, y que se caracterizan por su sumisión, su conformismo, su aburrimiento… cuando no por su hipocresía (muy pocos de ellos, por ejemplo, siguen las normas que en cuestiones sexuales dicta la jerarquía). En esta categoría podemos incluir las folclóricas y otros personajes públicos, tan dados a la vida olé que, aunque no suelen ir a misa excepto en las bodas y en los funerales, no dejan por eso de ser devotos de la Virgen del Rocío, por ejemplo, o de formar parte de una cofradía de la Semana Santa sevillana.
- Luego hay un meollo de “concienciados”, agruupados en movimientos mayoritariamente conservadores (cuando no muy conservadores) y frecuentemente enfrentados entre sí (“Yo, de Apolo”), que son, ya, el último triste contingente que le queda al ejército de la Iglesia tradicional. De vez en cuando uno de estos movimientos consigue colocar a un ministro en el gobierno (siempre de derechas); otros patrocinan medios de comunicación auténticos terroristas de la información; otros detentan la propiedad de los mejores colegios y universidades privadas del país (si puede ser, con separación de sexos, como hizo el diablo en el paraíso).
- Enfrente de estos movimientos hay algún movimientillo de cristianos “progresistas”, que están, por definición, en crisis permamente y que no se comprende muy bien por qué siguen dedicándose a este rollo. Serán masocas.
- Después están los religiosos o gente de vida consagrada (generalmente dedicados a la enseñanza, para no morirse de hambre) y clero, más o menos alto, con una jerarquía que, si no fuera por la costumbre, causaría sonrojo y escarnio cuando declara representar a los pobres, los limpios, los sencillos… Estos tienen como patrón un sumo pontífice que es el jefe de Estado, unos nuncios embajadores que son los decanos del cuerpo diplomático, unos cardenales príncipes de la Iglesia, la Banca del Espíritu Santo, Santiago patrón de las Españas… Esta jerarquía gusta de publicar documentos cuyo único aspecto positivo es la velocidad con la que pasan al olvido, sin dejar la menor huella ni si quiera en los “fieles” (¡y cuánto menos en la de los “infieles”!). Su influencia sería aún menor si los “enemigos de la Iglesia” no les dedicasen artículos o editoriales haciendo ver lo trasnochado de sus propuestas. Estos documentos tienen que ver con mucha frecuencia con el sexo: la Iglesia, supuestamente llamada a hablar a la cabeza y sobre todo al corazón, se pasa la vida dirigiéndose a la entrepierna, con una obsesión insana que merecería un serio estudio psicoanalítico (¡anda que si dedicaran a defender a los marginados la décima parte del tiempo que dedica a condenar el sexo!).

Todo esto visualizado en templos enormes (absolutamente desproporcionados con su nivel de ocupación, y con más toneladas de mármol que cualquiera otra institución mundial); ceremonias intrusas con motivo de funerales ilustres, coronaciones reales, bodas de famosos, canonizaciones (ellas, con mantilla), algún programa televisivo sin aspiraciones de audiencia…
En resumidas cuentas: algo encerrado en sí mismo, aislado del mundo y de la vida real, que la gente va progresivamente dejando de lado y que cada vez cuenta menos (si es que ya cuenta con algo) en la experiencia de las personas. Así ven muchas personas la actual encarnación de la comunidad de Jesús.

Es cierto que los que estamos dentro de la Iglesia vemos algo más: gente buena que se entrega a los enfermos y a los débiles; grupos cristianos para quienes ser cristianos no es pasar de todo, personalidades –sobre todo en tierras “de misión”- que dan la cara por los campesinos y que, por su honestidad, pueden actuar como árbitro para evitar males mayores; alguna comunidad religiosa que se ha integrado en el barrio (antes había más)… También es cierto que dentro de la Iglesia hay instituciones caritativas muy respetables, pero también las hay en el Islam, y hasta en los gobiernos de izquierdas las tienen y las apoyan. Y, sea como sea, no es este aspecto el que trasciende a la sociedad; quizás porque incluso dentro de la Iglesia esta savia sabia es apenas tolerada.

Y así transcurre su historia la Iglesia en nuestra época, cada vez más encogida en sí misma, con el carácter más agrio y las lámparas en las manos cada día más mortecinas. Sus frecuentadores tienen cada días más edad; sus orientaciones, menos credibilidad (y hasta menos comprensibilidad); sus manifestaciones externas, un carácter más rancio.
Es una triste paradoja de la Iglesia, que nació para expandirse y para difundir desde las azoteas la buena noticia, dedique hoy sus mayores energías a parapetarse, a defenderse, a encerrarse sobre sí misma. Prácticamente se ha quedado sola contra todos, infantilmente orgullosa de ser el último reducto de la “decencia”. ¡Si al menos hubiera quedado sola por permanecer con los solos, con los indefensos, con la verdad; por defender la justicia, el amor, la libertad!

Pero no: su soledad es por la incapacidad de hacer amigos; su altanería es inmadurez; su celibato, esterilidad.
Aislada, con su mentalidad medieval, con su falta de autocrítica, con un lenguaje que solo ella entiende (esperamos), sus instituciones misteriosas y turbias, sus reliquias del pasado (arte, música, pergaminos… de gran valor, como toda reliquia, pero cosa del pasado); empecinada en una serie de fidelidades a tomas de postura que apenas tuvieron significado en sus orígenes (una estructura copiada de las diócesis del Imperio Romano, un apetito –o nostalgia- por convertirse en religión del Estado, unos concordatos marrulleros, unos sacramentos que actúan ex opere operato, la lista de los libros –o las películas- que se pueden y no se pueden leer…) y tradiciones que se han convertido en cuestiones sociológicas y motivo de verbenas (el perro de San Roque). Gasta sus mejores energías en condenar a cualquiera que amenace con quitarle algún privilegio (la enseñanza privada, la contribución estatal, las exenciones tributarias, el monopolio sobre la institución familiar y sobre las consciencias), aunque solo sea para compartirlo con otras confesiones, desde el punto de vista de la sociedad tan digna de recibirlos como ella.

Es una Iglesia que desconfía de todo y de todos: de los contrarios, por supuesto; pero también de sus propios fieles, de sus propios teólogos, de sus propias comunidades… Tiene de ojo a los poetas, a los artistas, a los intelectuales, a los gobiernos no confesionales, a las instituciones mundiales que no logre manipular.
Su única relación con el exterior es para condenar (¿le queda todavía a la Iglesia algo que condenar?). Por eso el jerarca eclesiástico es, por antonomasia, un juez severo, un señor serio, vestido de negro, ceñudo, enfadado… Da la impresión de que está a disgusto, en primer lugar, consigo mismo. ¿Tal vez porque se dan cuentan de que lo que defienden en nombre de Jesús no es lo que Jesús defendió; que es, casi exactamente, lo contrario de lo que él hubiera pregonado hoy? Eso, cuando no guardan secretos inconfesables que solo se vienen a conocer con el paso de los años.
¿Qué concepto del ser humano hay en el fondo de algunos (muchos) documentos eclesiásticos? ¿Qué visión de la vida y de la realidad se desprende de ellos? Desde luego, sus autores se han reído poco, han amado poco, han sido poco besados, han experimentado poco en sí mismos la infinita misericordia de Dios.

Una Iglesia mandona solo puede aspirar a tener súbditos. Una Iglesia fuera de la realidad tiene que contentarse con personas alucinadas. Una Iglesia con una fe reducida a doctrina nunca tendrá auténticos creyentes, si no gente que dice sí (de momento). Con una mentalidad así, la Iglesia primitiva no hubiera salido de los muros del cenáculo. Con una actitud así, no hubiera habido Iglesia. Y no la habrá en un futuro.

Esta Iglesia perdió el contacto con la libertad, la igualdad y la fraternidad en el siglo XVIII, e inmediatamente después con los filósofos y pensadores; con los obreros en el siglo XIX; con los intelectuales en el XX; con los jóvenes en cuanto no fue obligatorio acudir a la catequesis, y, al paso que van los movimientos feministas, pronto perderá también el contacto con las mujeres.Se quedarán solo ellos, ese grupito de “elegidos”, repitiéndose unos a otros que todos los demás están equivocados. Jamás se les ocurrirá salir afuera; pero no solo porque piensen que no lo necesitan; ni solo porque estén convencidos de que todo lo que fuera es malo y está pervertido: sino sobre todo porque, aunque no lo reconozcan y lo oculten con altivez, lo de fuera les da auténtico terror. Pavor a que se confirmen sus peores sospechas y comprueben que, efectivamente, a la gente le interesan un bledo sus ansias eclesiásticas de grandeza (les produce risa, cuando no desprecio); miedo a comprobar que son otros quienes están plantando la buena semilla y a los que la gente quiere y respeta; miedo a que algún niño descubra que están desnudos; miedo a que los naipes con los que han edificado durante dos mil años un castillo doctrinal se les venga abajo con el primer airecillo fresco y sano. Miedo a desaparecer (porque que desaparezca Jesús y su evangelio parece que no les importa tanto como que desaparezca la Iglesia).

Si no es así, querido Teófilo, dime tú a mí de qué puede tener miedo la Iglesia: Jesús fue un andarín permanente, un callejero, un barquero y pescador, un asistente a bodas (no como oficiante), un huésped de pecadores, un predicador lanzado que se metía en la boca del lobo…, mientras que la Iglesia sigue intentando forjarse su realidad propia separada del mundo, con muros físicos altos y espesos, cánticos muy raritos, ritos con efectos especiales, celibato por miedo a saber de qué va eso, recurso permanente a un más allá que ni ojo vio ni oído oyó. Y así le luce el pelo: se ha quedado calva.

Te aseguro, querido Teófilo, que yo hago auténticos esfuerzos por comprender las tomas de postura de la Iglesia en temas tales como la escuela, la familia, la sociedad, la ciencia… y lo único que se me ocurre (pensando bien) es que está convencida de que si se viene abajo todo el aparato que durante siglos ha contruido, aunque ya no crea en él, se queda en nada. Pero ¿no se da cuenta de adónde le ha llevado todo ese aparato? ¿Tan poca fe tiene en el sostén de un Jesús que no tenía dónde reclinar su cabeza? ¡Ay si asacase por sus ventanucos al menos un dedito para que pudiera agarrarla Dios y tirar de ella hacia afuera!
Si la Iglesia no tuviese un documento “fundacional” tan claro (el evangelio) podríamos quizás sospechar que a lo mejor tiene razón enrocándose en esa forma de ser tan extraña y tan fuera del mundo que se trata de una estrategia como cualquier otra para garantizar su subsistencia. Pero, por desgracia para ella, hoy día el evangelio lo puede leer y comprender todo el mundo (no siempre fue así: recuerdo a Lutero defendiendo que los creyentes pudieran leer la Biblia en su idioma, o a Teresa de Jesús llorando porque no le dejaban leer el evangelio, o las sospechas, cuando yo era niño, de aquellos que leían la Biblia –serán protestantes-).

Aún hoy siguen haciendo lo que puedne para restringir este acceso: me quedé pasmado al ver que el DVD con la película “El Evangelio según san Mateo” de P.P. Pasolini, que es la aproximación más fiel al evangelio -¿o precisamente por eso?- venía calificado como para “mayores de 18 años”. Y lo que se desprende del evangelio es que la gente se convierte al movimiento revolucionario de Jesús, por necesidad, que estar afuera, en la calle, en el mundo, aunque experimente también la necesidad de trabajar juntos y de encontrarse y disfrutar de la compañía de los hermanos, en comunidad; pero no para construir un poder de esa Iglesia contra el mundo, si no para hacer más eficaz su inmersión en él. Es decir, todo lo contrario de lo que vemos hoy.

Qué podría pasar si la Iglesia se abriese. En primer lugar, saliese le haría ver lo ridículo del tinglado que se han venido montando durante siglos: un esperpento cada día más esperpéntico.Pero sobre todo les iba a permitir conocer de primera mano la realidad quue se suponen deben redimir. Siempre me ha maravillado la frivolidad con que curas que no saben del mundo más que las alineaciones de los equipos de fútbol se suben a un púlpito o se sientan en el confesionario para pontificar a padres y madres, a jóvenes (si los hubiere), a obreros (ídem), a mujeres… sobre lo que debe o no debe hacerse. Y me sigue desconcertando la rotundidez de sus afirmaciones, cuando todos sabemos la buena dosis de relatividad que acompaña a la existencia humana. Pero salir les serviría también para comprobar la labor que hace Dios en el mundo sin necesidad de iglesias ni de capillas; ¡cuánta gente buena, sencilla, honesta; cuánto trabajo por un mundo más justo que no pasa ni pasará jamás por la sacristía! Y entonces se pondrían humildemente a su servicio, y entregarían sus vidas a la causa de Dios, no a la defensa de la Iglesia.

Si la Iglesia saliese, en fin, encontraría a Jesús:
- Un Jesús que no está preferentemente en las damas de la adoración perpetua, ni en los compañeros de arciprestazgo, ni si quiera en el sagrario.
- Un Jesús con la piel negra, la piel llagada, que duerme hacinado en pisos y tiene que levantarse de madrugada porque llega el siguiente usuario de la cama (¡cuántas camas cabrían en uno de esos templos tan majestuosos!)
- Un Jesús que no encuentra un centro de día a no ser que sea de pago, pero la pensión no llega.
- Un Jesús que solo sabe cómo es ser amado por las películas; un Jesús con miedo permanente a ser despedido.
- Un Jesús a quien ahora le cuesta ya mucho desengancharse; un Jesús cuya biopsia ha dado el resultado peor…
- Un Jesús, en fín, que nunca entrará en una Iglesia cerrada y con le que la Iglesia nunca se encontrará si no abre sus puertas y sale.

Querido Teófilo: no soy el primero que confiesa que quien a mi verdaderamente me ha evangelizado ha sido la gente, y no los libros de teología ni las liturgias oxidadas. Para mí sigue siendo una verdad “como un templo” que la Iglesia del futuro se caracteriza no por sus templos, ni por su organización jerárquica, ni por su peculiar estilo de manifestarse en ritos, documentos e instituciones (todo eso pertenece al hombre viejo), si no por su desbocado empeño por hacer un mundo mejor, metida hasta las orejas en el mundo, formando una piña con todos los que trabajan por esa causa; con la ventaja sobre los demás de saber que esa causa en la causa verdades, que no estamos solos en nuestra lucha, y que el éxito final, pase lo que pase, está asegurado.

Como Dios, que en vez de ser para sí mismo, decidió abrirse y darse al mundo. Como Jesús, que en vez de quedarse encerrado, resucitó.
Y ya está bien por hoy de reflexiones. Te quiere, Cortés

CORTÉS, José Luis; Tus amigos no te olvidan; PPC editorial; Madrid 2004; págs. 95-104.

Sin poder evitarlo (1de3)

SIN PODER EVITARLO

Me despierto hoy (27 de diciembre 2009, dos días después de Navidad) más descansado de estos días de ajetreo, compromisos y celebraciones, y me encuentro con una de las noticias del día: la celebración del III Encuentro de las Familias Cristianas en Madrid (leer). No tengo adjetivos para calificar mi estado de ánimo después de ver, oír y leer (ya que después ver la noticia, decidí buscar en la prensa on-line… por eso de leer la noticia desde distintos puntos de vista).
En éstas fechas tan señaladas, especialmente deberían serlo para los que somos cristianos, he tenido algunas discusiones e intercambios de pareceres sobre el tema del que hoy estaban hablando en el Encuentro éste. Creo que poco de lo que he estado argumentando durante esas discusiones (o intercambio de pareceres) tiene sentido después de los sermones del Sr. Rouco. Después de esta mañana me he quedado un poco… ¿cómo calificarlo?... mmmmm… normalmente diría que con “el culo fuera”, pero prefiero ser menos descriptivo; utilizaré mejor la expresión de “con la cara partida”

Solo una pregunta, sin poder evitarlo, me queda rondando la mente (y el corazón) cuando he escuchado el discurso que el Sr. Rouco (y tras las declaraciones que han ido expresando las personas que allí se congregaban)… ¿Cómo puede ser tan diferente la idea de Iglesia que tenemos esta gente y yo? ¿Me estaré equivocando de sitio? ¿Me estaré equivocando de vida?

Los que me conocéis, sabéis que soy un hombre de profunda creencia en Dios, en Jesús, en su evangelio… Que aunque no lo consiga, intento llevarlo a mí día a día. Coincido poderosamente con una de las frases que José Luis Cortés expresó en uno de sus libros: “quien a mi verdaderamente me ha evangelizado ha sido la gente, y no los libros de teología ni las liturgias oxidadas”. O como “Desde el Silencio” nos dice en uno de sus temas: “deDios pasé a la vida, y de la vida pasé al amor. Y del amor entre los hombres, viví profundamente a Dios”. Creo ciegamente que mi encuentro personal con Él ha sido a través de la gente y del mundo en el que vivo… no detrás de los muros y ventanales majestuosos de ningún templo (si dentro de humildes casas en forma de oratorios).
Por eso hoy, quería acercaros varios textos de José Luis Cortés, más exactamente de su libro “Tus amigos no te olvidan”. Una versión muy “de Cortés” de los Hechos de los Apóstoles; cuando la primera comunidad cristiana. Ha sido automático: escuchar la noticia y venirme a la mente estos textos. Sé que son un poco largos, pero creo que merecen la pena. Por lo menos ponen palabras, casi exactas, a lo que he sentido esta mañana. Un pequeño análisis de la realidad (desde su punto de vista) de la Iglesia actual (leer) y una reflexión muy acertada (para mí) sobre “las personas que aman de distinta forma” (leer).

Espero que os animéis a leerla… a mi me provoca y me incita mucho.

Pachón

PD: Los textos están en forma de carta, de carta a Teófilo, ¡un amigo! Jejeje…

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Felicidades... 2009

Sirva este montaje para animarles a que VIVAN la Navidad y se RENUEVEN en la mente y en el Espíritu. No se dejen saturar por el ritmo de las fiestas y sean capaces de encontrarle el sentido. Mis mejores deseos y oraciones para todos!!!! Un abrazo enorme...