Imperdibles...

Discúlpeme pero no, no me hace falta un aplauso para sentirme bien. Sólo aquel que es inseguro le gusta disfrazar con un montón de halagos su debilidad.

Martín Valverde

lunes, 28 de diciembre de 2009

Sin poder evitarlo (2de3)

NO HAY IGLESIA CERRADA
José Luis Cortés Salinas
Querido Teófilo:

Si los discípulos de Jesús hubieran pretendido simplemente fundar una Iglesia, la cosa hubiera sido más fácil; pero querían cambiar el mundo, y eso ya son palabras mayores. Hubo problemas, surgieron los egoísmos, algunos olvidaron para qué existía la comunidad, otros sintieron miedo del camino por el que el espíritu de Jesús los estaba llevando… Una buena parte de ellos decidió dar marcha atrás y volver a encerrarse en lo seguro, meintras que otros, por el contrario, sacaron la conclusión de que la expansión de la buena noticia era consustancial a la propia esencia de la comunidad, y que si querían ser fieles al mensaje de Jesús no podían guardarlo solo para ellos, encerrarlo, porque se les pudriríra entre las manos. Solo esta parte de la Iglesia sobrevivió.

¡Qué bien se está aquí!La tentación de encerrarse es fortísima, sobre todo si las cosas dentro no nos van mal: ¡Se puede estar tan a gusto en un espacio escogido, en una casa cómoda, en un pequeño grupo de amigos, en un despacho con aire acondicionado, en una reserva eclesiástica! Yo conozco muchos cristianos para quienes la Iglesia representa fundamentalmente la huida de la realidad. Media hora a la semana se sienten fuera del trajín cotidiano, se aíslan de sus problemas; se olvidan incluso de los niños… A cambio, están dispuestos a ser, dentro de la Iglesia, eternos niños. Fuera pueden ser empresarios, cabezas de familia, hasta intelectuales: pero cuando entran en la Iglesia dejan que piensen por ellos, que decidan por ellos, que condenen por ellos (en el fondo, les da igual). La Iglesia se convierte no en una fuerza centrífuga que los lanza a transformar el mundo, si no en una cálida droga (¿opio?) que los adormece, un útero que los infantiliza.
Y, una vez encerrados y a gusto, lo más fácil es maldecir a los de fuera, y también a los que, aunque estén dentro, critican este nirvana descafeinado que a ellos tanto les compensa: en la Iglesia se está de rechupete; nuestra Iglesia es tan gran Iglesia, ¡y ay de quienes osen a proponer una Iglesia distinta!
No todo el mundo comparte esa plácida y narcisista visión. Amigos míos que están fuera de la iglesia la juzgan, desde fuera, muy severamente. Su imagen de la Iglesia tiene, entre otros, estos rasgos:
- Por una parte, una muchedumbre de bautizados que fueron bautizados con alevosía, aprovechando que eran niños, y que ahora son “cristianos” como tienen uñas en los pies. El 80% de los españoles se declara católico; pero luego no practican ni el 30% y, de esos, ni un 5% trabajan por la justicia y ni un 0,07% ama a sus enemigos. El 88% de los jóvenes, al llegar a la juventud, no vuelve a pisar en su vida un templo. Cuando la Iglesia se vanagloria de que los españoles son casi todos católicos, me recuerda al partido de los sinsombrero, que también se vanagloriaba de contar con el 99% de los españoles.
- Hay un núcleo de “practicantes” (la palabra se las trae) que le dedican, como media, media hora semanal, y que se caracterizan por su sumisión, su conformismo, su aburrimiento… cuando no por su hipocresía (muy pocos de ellos, por ejemplo, siguen las normas que en cuestiones sexuales dicta la jerarquía). En esta categoría podemos incluir las folclóricas y otros personajes públicos, tan dados a la vida olé que, aunque no suelen ir a misa excepto en las bodas y en los funerales, no dejan por eso de ser devotos de la Virgen del Rocío, por ejemplo, o de formar parte de una cofradía de la Semana Santa sevillana.
- Luego hay un meollo de “concienciados”, agruupados en movimientos mayoritariamente conservadores (cuando no muy conservadores) y frecuentemente enfrentados entre sí (“Yo, de Apolo”), que son, ya, el último triste contingente que le queda al ejército de la Iglesia tradicional. De vez en cuando uno de estos movimientos consigue colocar a un ministro en el gobierno (siempre de derechas); otros patrocinan medios de comunicación auténticos terroristas de la información; otros detentan la propiedad de los mejores colegios y universidades privadas del país (si puede ser, con separación de sexos, como hizo el diablo en el paraíso).
- Enfrente de estos movimientos hay algún movimientillo de cristianos “progresistas”, que están, por definición, en crisis permamente y que no se comprende muy bien por qué siguen dedicándose a este rollo. Serán masocas.
- Después están los religiosos o gente de vida consagrada (generalmente dedicados a la enseñanza, para no morirse de hambre) y clero, más o menos alto, con una jerarquía que, si no fuera por la costumbre, causaría sonrojo y escarnio cuando declara representar a los pobres, los limpios, los sencillos… Estos tienen como patrón un sumo pontífice que es el jefe de Estado, unos nuncios embajadores que son los decanos del cuerpo diplomático, unos cardenales príncipes de la Iglesia, la Banca del Espíritu Santo, Santiago patrón de las Españas… Esta jerarquía gusta de publicar documentos cuyo único aspecto positivo es la velocidad con la que pasan al olvido, sin dejar la menor huella ni si quiera en los “fieles” (¡y cuánto menos en la de los “infieles”!). Su influencia sería aún menor si los “enemigos de la Iglesia” no les dedicasen artículos o editoriales haciendo ver lo trasnochado de sus propuestas. Estos documentos tienen que ver con mucha frecuencia con el sexo: la Iglesia, supuestamente llamada a hablar a la cabeza y sobre todo al corazón, se pasa la vida dirigiéndose a la entrepierna, con una obsesión insana que merecería un serio estudio psicoanalítico (¡anda que si dedicaran a defender a los marginados la décima parte del tiempo que dedica a condenar el sexo!).

Todo esto visualizado en templos enormes (absolutamente desproporcionados con su nivel de ocupación, y con más toneladas de mármol que cualquiera otra institución mundial); ceremonias intrusas con motivo de funerales ilustres, coronaciones reales, bodas de famosos, canonizaciones (ellas, con mantilla), algún programa televisivo sin aspiraciones de audiencia…
En resumidas cuentas: algo encerrado en sí mismo, aislado del mundo y de la vida real, que la gente va progresivamente dejando de lado y que cada vez cuenta menos (si es que ya cuenta con algo) en la experiencia de las personas. Así ven muchas personas la actual encarnación de la comunidad de Jesús.

Es cierto que los que estamos dentro de la Iglesia vemos algo más: gente buena que se entrega a los enfermos y a los débiles; grupos cristianos para quienes ser cristianos no es pasar de todo, personalidades –sobre todo en tierras “de misión”- que dan la cara por los campesinos y que, por su honestidad, pueden actuar como árbitro para evitar males mayores; alguna comunidad religiosa que se ha integrado en el barrio (antes había más)… También es cierto que dentro de la Iglesia hay instituciones caritativas muy respetables, pero también las hay en el Islam, y hasta en los gobiernos de izquierdas las tienen y las apoyan. Y, sea como sea, no es este aspecto el que trasciende a la sociedad; quizás porque incluso dentro de la Iglesia esta savia sabia es apenas tolerada.

Y así transcurre su historia la Iglesia en nuestra época, cada vez más encogida en sí misma, con el carácter más agrio y las lámparas en las manos cada día más mortecinas. Sus frecuentadores tienen cada días más edad; sus orientaciones, menos credibilidad (y hasta menos comprensibilidad); sus manifestaciones externas, un carácter más rancio.
Es una triste paradoja de la Iglesia, que nació para expandirse y para difundir desde las azoteas la buena noticia, dedique hoy sus mayores energías a parapetarse, a defenderse, a encerrarse sobre sí misma. Prácticamente se ha quedado sola contra todos, infantilmente orgullosa de ser el último reducto de la “decencia”. ¡Si al menos hubiera quedado sola por permanecer con los solos, con los indefensos, con la verdad; por defender la justicia, el amor, la libertad!

Pero no: su soledad es por la incapacidad de hacer amigos; su altanería es inmadurez; su celibato, esterilidad.
Aislada, con su mentalidad medieval, con su falta de autocrítica, con un lenguaje que solo ella entiende (esperamos), sus instituciones misteriosas y turbias, sus reliquias del pasado (arte, música, pergaminos… de gran valor, como toda reliquia, pero cosa del pasado); empecinada en una serie de fidelidades a tomas de postura que apenas tuvieron significado en sus orígenes (una estructura copiada de las diócesis del Imperio Romano, un apetito –o nostalgia- por convertirse en religión del Estado, unos concordatos marrulleros, unos sacramentos que actúan ex opere operato, la lista de los libros –o las películas- que se pueden y no se pueden leer…) y tradiciones que se han convertido en cuestiones sociológicas y motivo de verbenas (el perro de San Roque). Gasta sus mejores energías en condenar a cualquiera que amenace con quitarle algún privilegio (la enseñanza privada, la contribución estatal, las exenciones tributarias, el monopolio sobre la institución familiar y sobre las consciencias), aunque solo sea para compartirlo con otras confesiones, desde el punto de vista de la sociedad tan digna de recibirlos como ella.

Es una Iglesia que desconfía de todo y de todos: de los contrarios, por supuesto; pero también de sus propios fieles, de sus propios teólogos, de sus propias comunidades… Tiene de ojo a los poetas, a los artistas, a los intelectuales, a los gobiernos no confesionales, a las instituciones mundiales que no logre manipular.
Su única relación con el exterior es para condenar (¿le queda todavía a la Iglesia algo que condenar?). Por eso el jerarca eclesiástico es, por antonomasia, un juez severo, un señor serio, vestido de negro, ceñudo, enfadado… Da la impresión de que está a disgusto, en primer lugar, consigo mismo. ¿Tal vez porque se dan cuentan de que lo que defienden en nombre de Jesús no es lo que Jesús defendió; que es, casi exactamente, lo contrario de lo que él hubiera pregonado hoy? Eso, cuando no guardan secretos inconfesables que solo se vienen a conocer con el paso de los años.
¿Qué concepto del ser humano hay en el fondo de algunos (muchos) documentos eclesiásticos? ¿Qué visión de la vida y de la realidad se desprende de ellos? Desde luego, sus autores se han reído poco, han amado poco, han sido poco besados, han experimentado poco en sí mismos la infinita misericordia de Dios.

Una Iglesia mandona solo puede aspirar a tener súbditos. Una Iglesia fuera de la realidad tiene que contentarse con personas alucinadas. Una Iglesia con una fe reducida a doctrina nunca tendrá auténticos creyentes, si no gente que dice sí (de momento). Con una mentalidad así, la Iglesia primitiva no hubiera salido de los muros del cenáculo. Con una actitud así, no hubiera habido Iglesia. Y no la habrá en un futuro.

Esta Iglesia perdió el contacto con la libertad, la igualdad y la fraternidad en el siglo XVIII, e inmediatamente después con los filósofos y pensadores; con los obreros en el siglo XIX; con los intelectuales en el XX; con los jóvenes en cuanto no fue obligatorio acudir a la catequesis, y, al paso que van los movimientos feministas, pronto perderá también el contacto con las mujeres.Se quedarán solo ellos, ese grupito de “elegidos”, repitiéndose unos a otros que todos los demás están equivocados. Jamás se les ocurrirá salir afuera; pero no solo porque piensen que no lo necesitan; ni solo porque estén convencidos de que todo lo que fuera es malo y está pervertido: sino sobre todo porque, aunque no lo reconozcan y lo oculten con altivez, lo de fuera les da auténtico terror. Pavor a que se confirmen sus peores sospechas y comprueben que, efectivamente, a la gente le interesan un bledo sus ansias eclesiásticas de grandeza (les produce risa, cuando no desprecio); miedo a comprobar que son otros quienes están plantando la buena semilla y a los que la gente quiere y respeta; miedo a que algún niño descubra que están desnudos; miedo a que los naipes con los que han edificado durante dos mil años un castillo doctrinal se les venga abajo con el primer airecillo fresco y sano. Miedo a desaparecer (porque que desaparezca Jesús y su evangelio parece que no les importa tanto como que desaparezca la Iglesia).

Si no es así, querido Teófilo, dime tú a mí de qué puede tener miedo la Iglesia: Jesús fue un andarín permanente, un callejero, un barquero y pescador, un asistente a bodas (no como oficiante), un huésped de pecadores, un predicador lanzado que se metía en la boca del lobo…, mientras que la Iglesia sigue intentando forjarse su realidad propia separada del mundo, con muros físicos altos y espesos, cánticos muy raritos, ritos con efectos especiales, celibato por miedo a saber de qué va eso, recurso permanente a un más allá que ni ojo vio ni oído oyó. Y así le luce el pelo: se ha quedado calva.

Te aseguro, querido Teófilo, que yo hago auténticos esfuerzos por comprender las tomas de postura de la Iglesia en temas tales como la escuela, la familia, la sociedad, la ciencia… y lo único que se me ocurre (pensando bien) es que está convencida de que si se viene abajo todo el aparato que durante siglos ha contruido, aunque ya no crea en él, se queda en nada. Pero ¿no se da cuenta de adónde le ha llevado todo ese aparato? ¿Tan poca fe tiene en el sostén de un Jesús que no tenía dónde reclinar su cabeza? ¡Ay si asacase por sus ventanucos al menos un dedito para que pudiera agarrarla Dios y tirar de ella hacia afuera!
Si la Iglesia no tuviese un documento “fundacional” tan claro (el evangelio) podríamos quizás sospechar que a lo mejor tiene razón enrocándose en esa forma de ser tan extraña y tan fuera del mundo que se trata de una estrategia como cualquier otra para garantizar su subsistencia. Pero, por desgracia para ella, hoy día el evangelio lo puede leer y comprender todo el mundo (no siempre fue así: recuerdo a Lutero defendiendo que los creyentes pudieran leer la Biblia en su idioma, o a Teresa de Jesús llorando porque no le dejaban leer el evangelio, o las sospechas, cuando yo era niño, de aquellos que leían la Biblia –serán protestantes-).

Aún hoy siguen haciendo lo que puedne para restringir este acceso: me quedé pasmado al ver que el DVD con la película “El Evangelio según san Mateo” de P.P. Pasolini, que es la aproximación más fiel al evangelio -¿o precisamente por eso?- venía calificado como para “mayores de 18 años”. Y lo que se desprende del evangelio es que la gente se convierte al movimiento revolucionario de Jesús, por necesidad, que estar afuera, en la calle, en el mundo, aunque experimente también la necesidad de trabajar juntos y de encontrarse y disfrutar de la compañía de los hermanos, en comunidad; pero no para construir un poder de esa Iglesia contra el mundo, si no para hacer más eficaz su inmersión en él. Es decir, todo lo contrario de lo que vemos hoy.

Qué podría pasar si la Iglesia se abriese. En primer lugar, saliese le haría ver lo ridículo del tinglado que se han venido montando durante siglos: un esperpento cada día más esperpéntico.Pero sobre todo les iba a permitir conocer de primera mano la realidad quue se suponen deben redimir. Siempre me ha maravillado la frivolidad con que curas que no saben del mundo más que las alineaciones de los equipos de fútbol se suben a un púlpito o se sientan en el confesionario para pontificar a padres y madres, a jóvenes (si los hubiere), a obreros (ídem), a mujeres… sobre lo que debe o no debe hacerse. Y me sigue desconcertando la rotundidez de sus afirmaciones, cuando todos sabemos la buena dosis de relatividad que acompaña a la existencia humana. Pero salir les serviría también para comprobar la labor que hace Dios en el mundo sin necesidad de iglesias ni de capillas; ¡cuánta gente buena, sencilla, honesta; cuánto trabajo por un mundo más justo que no pasa ni pasará jamás por la sacristía! Y entonces se pondrían humildemente a su servicio, y entregarían sus vidas a la causa de Dios, no a la defensa de la Iglesia.

Si la Iglesia saliese, en fin, encontraría a Jesús:
- Un Jesús que no está preferentemente en las damas de la adoración perpetua, ni en los compañeros de arciprestazgo, ni si quiera en el sagrario.
- Un Jesús con la piel negra, la piel llagada, que duerme hacinado en pisos y tiene que levantarse de madrugada porque llega el siguiente usuario de la cama (¡cuántas camas cabrían en uno de esos templos tan majestuosos!)
- Un Jesús que no encuentra un centro de día a no ser que sea de pago, pero la pensión no llega.
- Un Jesús que solo sabe cómo es ser amado por las películas; un Jesús con miedo permanente a ser despedido.
- Un Jesús a quien ahora le cuesta ya mucho desengancharse; un Jesús cuya biopsia ha dado el resultado peor…
- Un Jesús, en fín, que nunca entrará en una Iglesia cerrada y con le que la Iglesia nunca se encontrará si no abre sus puertas y sale.

Querido Teófilo: no soy el primero que confiesa que quien a mi verdaderamente me ha evangelizado ha sido la gente, y no los libros de teología ni las liturgias oxidadas. Para mí sigue siendo una verdad “como un templo” que la Iglesia del futuro se caracteriza no por sus templos, ni por su organización jerárquica, ni por su peculiar estilo de manifestarse en ritos, documentos e instituciones (todo eso pertenece al hombre viejo), si no por su desbocado empeño por hacer un mundo mejor, metida hasta las orejas en el mundo, formando una piña con todos los que trabajan por esa causa; con la ventaja sobre los demás de saber que esa causa en la causa verdades, que no estamos solos en nuestra lucha, y que el éxito final, pase lo que pase, está asegurado.

Como Dios, que en vez de ser para sí mismo, decidió abrirse y darse al mundo. Como Jesús, que en vez de quedarse encerrado, resucitó.
Y ya está bien por hoy de reflexiones. Te quiere, Cortés

CORTÉS, José Luis; Tus amigos no te olvidan; PPC editorial; Madrid 2004; págs. 95-104.

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